Vive NW
Los conflictos raciales no son un tema nuevo en Estados Unidos. El país sigue siendo azotado por las muertes y agresiones a cientos de personas, muchas de ellas desarmadas, a manos de agentes de la policía. Tal uso de fuerza excesiva de quienes están a cargo del orden público es muy inquietante dado el impacto desproporcionado en la gente de color, tanto afroamericanos como latinos.
El caso más reciente es el de George Floyd, quien el pasado 25 de mayo murió por asfixia luego de que un policía de la ciudad de Minneapolis, en Minnesota, mantuviera la rodilla en su cuello por casi nueve minutos, a pesar de los gritos desesperados de Floyd pidiendo ayuda y los reclamos de la gente que pasaba por el lugar.
Floyd, un hombre afroamericano de 46 años, fue arrestado después de que el empleado de una tienda llamara al 911 y dijera a la policía que éste había comprado cigarrillos con un billete falso de 20 dólares. Sólo 17 minutos después de que el primer oficial llegara a la escena, Floyd estaba atrapado debajo de tres oficiales, sin mostrar signos de vida.
Las indignantes imágenes desencadenaron una serie de protestas que, hasta la fecha, continúan por todo el país -incluidas 13 consecutivas en la ciudad de Portland hasta el 9 de junio- reclamando un cambio estructural en la forma en que la policía trata a los ciudadanos, en particular a la gente de color.
La reacción de la ciudad de Minneapolis fue relativamente rápida: el día después de la muerte del Floyd, el Departamento de Policía despidió a los cuatro agentes involucrados en el incidente, y el 29 de mayo, el fiscal del condado Hennepin, Mike Freeman, anunció cargos de asesinato en tercer grado y homicidio involuntario contra Derek Chauvin, el oficial que aparece mayormente en los videos de los testigos.
Desafortunadamente, la muerte de Floyd es sólo un capítulo más en la larga historia estadunidense de disturbios urbanos, desencadenada por el trato de la policía hacia las personas de color.
Hay dos casos particularmente relevantes: uno es el de Eric Garner, quien murió en 2014 después de ser estrangulado por un oficial. Las imágenes de aquel video, en el que se escucha a Garner decir que no podía respirar 11 veces, provocaron gran indignación al mostrar al policía empujando la cabeza de Garner contra el pavimento.
La muerte de Garner y el tiroteo de Michael Brown, un adolescente afroamericano, a manos de un policía blanco, comenzaron a darle relevancia al movimiento Black Lives Matter, una organización no gubernamental fundada en 2013 que se manifiesta en contra de la brutalidad policiaca.
Según datos de Mapping Police Violence, en 2019 murieron mil 98 personas a manos de la policía, de las cuales un 24 por ciento eran afroamericanas, una cifra desproporcional considerando que ese grupo racial representa apenas el 13 por ciento de la población total de Estados Unidos.
Los mismos datos de Mapping Police Violence indican que la gente afroamericana tiene tres veces más probabilidad de morir a manos de la policía que la gente blanca, y los hispanos tienen una y media veces mayor probabilidad que los blancos de sufrir la misma suerte.
En contraparte, los agentes de policía prácticamente no han enfrentado consecuencias por sus acciones: el 99 por ciento de los asesinatos cometidos por la policía entre 2013 y 2019 no resultaron en que los oficiales fueran acusados de algún delito.
Han pasado casi seis años entre el incidente de Garner en 2014, y el de Floyd el mes pasado, y una cosa parece clara: los cientos de protestas contra la brutalidad policiaca no han sido suficientes para detener las muertes y el trato injusto, terminar con la represión, el miedo y el resentimiento que millones de estadunidenses sienten por la forma en que son tratados por la policía de su país.
En varios frentes se habla de una reforma estructural al sistema policiaco: en Los Ángeles, el alcalde Eric Garcetti propuso gastar 250 millones de dólares más en servicios sociales y 150 millones menos en vigilancia. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, prometió recortes al presupuesto policial de seis mil millones. Y en Minneapolis, la mayoría de los miembros del Concejo de la Ciudad se comprometieron a desmantelar el departamento de policía de la ciudad.
Lo cierto es que la evidencia de la brutalidad policiaca es cada vez más extensa. Los políticos ya no pueden consentir a los sindicatos de policía a cambio de apoyo; ignorar la mala conducta de la policía se convertirá en una responsabilidad política y, quizá esta vez, las cosas cambien.
Alejandro Cortés